El precio de la libertad: (Extracción)
Relato sobre la vida de Mariana Pineda. En honor a su memoria.
José de la Peña llegó a tiempo para presenciar la ejecución.
Un silencio profundo reinaba en Granada aquel día. Los colores de la ciudad se desvanecieron, absorbidos por un manto gris que cubría el cielo, hasta que la capital quedó como un lienzo pincelado con pinturas plomizas. Todo era silencio, pavor y llanto. Y aunque el tiempo parecía detenerse por momentos, el golpeteo de los tambores que llegaban por calle Elvira, como si de una procesión tétrica se tratase, anunciaba la proximidad de lo inevitable. La inmensa multitud de ciudadanos, especialmente mujeres, llenaba las calles y se apiñaba sollozante sobre las tropas que formaban el cerco alrededor del cadalso instalado en la Plaza del Triunfo, frente a la Puerta de Elvira. Poco a poco se iban ennegreciendo las nubes y, allá a lo lejos, hacia Guadix, se vislumbraba algún relámpago y se notaba el temblor del trueno. Aquel patíbulo de cinco pies de altura, cubierto de telas negras, se levantaba al lado de la Virgen de la plaza. Y en lo alto del macabro escenario esperaba intimidante, de frente a la calle San Juan de Dios y de espaldas a la calle Real, el terrible banquillo del garrote vil.
No era la primera vez que José de la Peña presenciaba una ejecución mediante garrote vil. Como abogado había defendido a algunos acusados que habían sido condenados a tan funesto destino. El rey de España había sustituido la horca, que se consideraba demasiado lenta para matar, por aquella otra siniestra máquina de ejecución que consistía en un collar de hierro que retrocedía, mediante un tornillo girado por el verdugo, para romper el cuello de la víctima. Debía producir la muerte instantánea, pero José de la Peña había comprobado que raramente sucedía así, y sabía que, por lo general, provocaba un lento estrangulamiento que aplastaba la tráquea del condenado, alargando su agonía, hasta la muerte. Aquel era un artilugio de origen español del que ningún compatriota se sentiría especialmente orgulloso.
Nada en la ciudad de Granada conservaba color alguno aquella mañana sombría de mayo. Nada salvo ella. La joven víctima de veintiséis años de edad que, con semblante humilde pero decidido, avanzaba con paso impávido hacia el lugar del sacrificio. Su largo cabello rubio claro se deslizaba por su espalda, cubriendo sus delicados hombros, mientras los mechones, ondeantes a su paso, acariciaban sus mejillas y su hermoso cuello. Caminaba erguida y con paso firme, serena ante el peligro, con actitud valiente, defensora de los suyos, tenaz con sus ideales. La mirada de sus ojos azules, sin derramar lágrima alguna, en los momentos de introspección permanecía fijada en el crucifijo que sujetaba con sus blancas manos. Cuando levantaba su rostro, de bellos contornos, para alzar la vista a uno y a otro lado, adonde quiera que mirase, arrancaba sollozos y lágrimas de compasión. Nadie entre la muchedumbre terminaba de aceptar cómo era posible que aquella criatura angelical, aquella joven de a pie como ellos mismos, hubiese sido condenada a una muerte tan brutal. Y todos, en un instante de empatía, temieron por su propia seguridad al reflexionar sobre la mísera situación en la que se encontraban los derechos del pueblo.
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